Es evidente la desesperación por tener en los ateliers de la Rue Cambón a Matthieu Blazy. Sin embargo, fue bonita, ligera, dulce y extrañamente jovial la última colección realizada por el estudio de Chanel, antes de partir hacia un nuevo horizonte creativo, que no haga olvidar por un momento, las tragedias y agitaciones sociales que estamos padeciendo y que el beige no puede disimular. 

Sinceramente, fue agradable ver matices pasteles coloreando extraordinarios y lindos habituales mini-trajes clásicos bouclé llenos de plumas, moños y satín. El renuente tweed lucía más vivido y desorbitado al iluminar esponjosas chaquetas largas con un aspecto utilitario-militar, tolerando los bruscos cambios de dirección, aunque un poco trasnochadas por sus experimentales hombreras y cuellos de monja, pero nada sosas. Su mera y constante reinterpretación genuinamente encaja con las girlies del ahora.  

El verdadero salvador de todo esto fue pigmentar con una tonalidad de caramelo. Infortunadamente, el drama que caracteriza a esta maison, se ha esfumado, pero su modesta simplicidad primaveral es agradable. Este esperanzador arcoíris que se mantenía equilibrado por las etéreas rampas blancas ‘Guggenheim’, que más bien era la intercesión doble C, juntadas abstractamente; esas lisas bandas de estacionamiento o de un parque de skates, que contrastaban con los inmensos pilares de acero del Grand Palais, emitían un vital e insólito optimismo. 

Si, no hubo algo llamativo, magnífico o una convincente narrativa que respaldará tal ejercicio, aunque la fastuosa capa opera azul taffeta de caperucita roja, un vestido camisero largo de satén amarillo y el final que era el nupcial envuelto en lívidos pliegues y en un velo sombrero de los ‘50s — esto remarca que se han mantenido la armonía y orden a la falta de un líder, que gloriosamente, han encontrado. Su ineludible calidad, tolera que las una incondicional esperanza, que prevalezca en el avecindamiento de una nueva era.