Uno de los colosales retos dentro de la industria es enfrentar el puesto de director creativo. Solamente, es inimaginable la presión y el nerviosismo por entender todo el legado de una maison, sus valores y preceptos que la distinguen de otras, agregando la severidad crítica de tus jefes, clientas y prensa. Este limbo existencial que afrontó Sarah Burton en su debut para una inestable marca: Givenchy.
Tal emporio ha padecido toda clase de altibajos y una penosa incomprensión que había desamorado los cimientos fundamentales que esculpió el conde Hubert, una vislumbrante brisa iluminó un significativo comienzo.



Quizás, la inquietud y el temor de arruinar otra institución que conocemos por la asombrosa fastuosidad romántica que ligamos con Audrey Hepburn, perturbe las expectativas, aunque la visión de alguien que hermoseo exquisitamente McQueen, entiendo y sintió que su misión era diseñar lo correcto, según su corazón. La brava peculiaridad fue retornar al origen de todo, es decir, fijar su mirada en el salón 3 de la Avenue Georges V, donde el patriarca hizo lo mismo que ella en 1952.




Fue un movimiento que honra la belleza estética de Givenchy. El tradicionalismo y la feminidad clásica se vio envuelta por una simplicidad sin restricciones. Despojándose de los excesos, fue sorpresivamente admirable la lucidez de sus cortes y proporciones.



Refrescando la vista y el paladar, inauguró su degustación con un revelador catsuit negro de rejilla, que adoquino el camino. Deleitable sastrería endulzada por la suntuosidad exagerada de la Haute Couture definida en sus retorcidos blazers, convertidos en punzantes y sensuales vestidos invertidos, arropados por una confección aniquilante.




Fue capaz de disolver teatralidad y comodidad, con la airosidad de sus ondulantes vestidos halter, sus inflados pantalones y el delicado respeto hacia el distinguido y pomposo estilismo, manifestado en sus abrigos largos con una silueta de capullo, dramatizados por sus bufandas esculturales y la lindura fantasiosa de sus estampados florales que cubrían sus faldas pencil coquette.
Una emocional fuerza sucumbió con sus volantes de tul y las suaves matices que contrastaba con el tenaz cuero y la alegría traviesa de aquel vestido nude cubierto de estuches y esponjas de maquillaje, fue un lado jovial y pícaro que vislumbra una fortuita construcción de identidad, que honestamente, será top como su hermoso top hecho de cristales, gemas y pedazos de candelabro.
Resto de los looks:
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