En 2024, surgió un debate respecto a la crisis de identidad que padece el festival de música Coachella. Se expresaba una preocupación sobre cómo su estética y vibra bohemia había desaparecido. Nadie usaba coronas de flores, vestidos de manta ajustados por rechonchos cinturones o botitas vaqueras. Todo lucía confuso y la nostalgia se apoderó de internet. Obvio, todo evoluciona, pero tan ¿genérico como el resto tuvo que ser?

Los golpes de calor han tornado una indiferencia hacia lo que solía considerarse como un escape. Su apogeo que rondaba por ahí del 2012, fue el lugar que vio nacer tendencias, que literalmente conectaban con la vibe del desierto. Bloggers, estrellas de Instagram y actores de Hollywood se arropaban con denim, suede y ropa deportiva neon. Todo giraba en el maximalismo. La reina de Coachella, Vanessa Hudgens, nos impartía su guía y sabiduría para lograr tal hazaña fashionista. 

Hasta aquel entonces, voluminosa joyería de Pocahontas, chalecos y tartans punk combinados con rechonchas botas ‘Kiss’ — ese desaliñado aspecto wannabe tenía algo de sentido y originalidad. 

Estos hippies usurpadores eran recibidos y queridos. 

Ya con el paso de los años, esto ya no era algo cool de seguir. Muchos asistentes dejaron de ir, le restaron importancia y la nueva ola de wooks, tiktokers y tech bros, que infestan los valles con su excentricidad pagana y ajena como sus baggy jeans, estridente Y2K y dadcore puedan recuperar ese brillo que nos unía. 

Ahora, es un evento más de la lista para el marketing falso y hueco, preocupado por generar y no sentir.